Desperezar en lo oscuro puede ahorcar con la memoria, Recoger los hilos de una huella tibia es jugar a morir entre las sábanas, Atravezar los bardales incrustados bajo el pecho), trepidante de anhelos y besos perdidos, y sólo dejarse caer de aquellas alturas, es volver a ser niño para amar como suicida.
Un espectro perfumado de sombra resto de tu sexo hágrafo y mudo crepita dentro de mi cuerpo: canción de un eco ausente afanarse de aire extraviada dichosa por ser carne ceniza o viento de tu nombre.
La cadena se soltó desmoronándose sobre la tierra; sangró el oeste bajo la estupefacta mirada del Ciudadano.
Yerré por la casa. Se fagocitaron silencios en tuétanos del aire, cada punto de mi alientose entrelazó hacia el espacio, los astros parpadeaban rutilando junto a mi pecho o bajaban el cielo hasta mis ojos, la carne se tragaba mi esqueleto desde siempre –los yermos del acero fueron bien pensados.
Yerré por la casa. Encontré las manos de Dios en la Censura; no pude más que imaginar su rostro: era como todas las víboras del desierto apareándose bajo mi pecho, y acaso nuestras manos tendidas hacia el cielo simulaban cada pequeño grano de arena ¡Locura insana! ¡Monstruo en nuestra piel plena! ¡Cómo arrancarte del aire si soy sólo una muerte viajera!
Yerré por casa. Los techos eran más bajos, las paredes más angostas y los corredores más largos. Yerré. La fotografía familiar crepitó de rabia, mis ropas ardían dentro del closet mientras en la pira bullía el llanto de las brujas -un inca descubre la pólvora.
Finalmente, el estilo cambia porque el corazón late de mil modos diferentes.
Pincharon el mar por abajo. Ahora todo,¡todo!, el infante, el sonido, el color, el grito, la deshora, la máquina, ¡todo!, todo es abducido por su propia sinrazón, todo se marchita en una combustión de formas bastardas desapareciendo en bocas imaginarias, todo se traga por abismos irreales en una implosión de vientos; y en la nada misma, todo se procesa, se filtra y se reencuentra en un hilo de granito semistransparente que traduce en una línea viperina una extensión de sí: un bals espiralado y un saltito que marca el final “?”. La figura vibra en espasmos bajo mi vista mofándose de mi insignificancia, y yo, se lo permito porque la considero perfecta (y estúpida), porque para mí, Dios no es un titán de barbas blancas, y porque el panteísmo es cosa que aún no logro entender.
La tierra que me ha visto nacer deberá de anegarse en copiosa sangre a mis espaldas; en barcos o refucilos “yo falo” hube penetrado el tieso himen de la hondura. Trasnoche de silicio, yerro bajo el abrazo de la luna que ahora se enreda a mi cuerpo, ahora se desploma estrepitosa entre mis pasos. Desde la densa penumbra, que confunde calles con cruces y tumbas, ojo de la noche, un viejo de barba rala mira con dientes afilados - La pupila del unicornio es por doquier traída al tiempo- dice, y el estertor desu voz se pierde entre la música de aquelarres que viaja viajando desde las orillas del acero, y a la rata celebra, van celebrando.
El gemido del húmedo adoquinado exhala una cortina de vapor plateado que se mece en el bajo horizonte y luego asciende reptando hacia el espacio. Por las tangentes y oscuras veredas: tempranas calaveras en argentropismo. Los árboles se yerguen súbitamente enredándose al éter; sus inmensurables figuras ardientes llevan los volcanes del centro de la tierra en su cornisas. La rosa, china y hambreada, despereza en silencio. Las anémicas parras de la uva negra, que anidan a los dioses en su seno, rumorean lascivas del beso de la niebla espesa. La alquimia de otrar, supina y amorfa, convida al deleite en la esfera.
¡Oh mi luna, mi luna llena de último sátiro! Soy la mitad un hombre pero acaso todo el llanto, ¡Oh noche, luna, noche! ¿Qué más que andar errando? ¿Qué más que la letra errada? El poema es el cántaro donde derramo mi sed, más la poesía no es sino un vasto mar de hiel,púrpuras mareas de lluvia ajenjanda.