La tierra que me ha visto nacer deberá de anegarse en copiosa sangre a mis espaldas; en barcos o refucilos “yo falo” hube penetrado el tieso himen de la hondura. Trasnoche de silicio, yerro bajo el abrazo de la luna que ahora se enreda a mi cuerpo, ahora se desploma estrepitosa entre mis pasos. Desde la densa penumbra, que confunde calles con cruces y tumbas, ojo de la noche, un viejo de barba rala mira con dientes afilados - La pupila del unicornio es por doquier traída al tiempo- dice, y el estertor de su voz se pierde entre la música de aquelarres que viaja viajando desde las orillas del acero, y a la rata celebra, van celebrando.
El gemido del húmedo adoquinado exhala una cortina de vapor plateado que se mece en el bajo horizonte y luego asciende reptando hacia el espacio. Por las tangentes y oscuras veredas: tempranas calaveras en argentropismo. Los árboles se yerguen súbitamente enredándose al éter; sus inmensurables figuras ardientes llevan los volcanes del centro de la tierra en su cornisas. La rosa, china y hambreada, despereza en silencio. Las anémicas parras de la uva negra, que anidan a los dioses en su seno, rumorean lascivas del beso de la niebla espesa. La alquimia de otrar, supina y amorfa, convida al deleite en la esfera.
¡Oh mi luna, mi luna llena de último sátiro! Soy la mitad un hombre pero acaso todo el llanto, ¡Oh noche, luna, noche! ¿Qué más que andar errando? ¿Qué más que la letra errada? El poema es el cántaro donde derramo mi sed, más la poesía no es sino un vasto mar de hiel, púrpuras mareas de lluvia ajenjanda.
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